En Marruecos, en Libia, en cualquier calle de África, en el entorno triste de los pueblos grandes, en las cercanías de las ciudades imperiales, en sus periferias, allí donde parece que todo es lujo, en el Nueva York del que escribía Federico García Lorca, en las afueras de Madrid, o en las callejuelas de París…., en todas partes, en Buenos Aires, en Santiago de Chile, en Londres, en los subsuelos del mundo y también en sus cúpulas, siempre hay un sonido horrible que es el que suena cuando se oyen los golpes que trepidan en la puerta de la desgracia.
Esa expresión, la puerta de la desgracia, está en El extranjero, y se produce cuando el asesino que no se arrepiente cuenta qué pasó para que el dicho extranjero se convirtiera de hombre aburrido o sin destino en un criminal. La atmósfera del libro va sigilosa hasta ese fin sin retorno que es la muerte. El drama se acrecienta cuando el condenado ni recuerda qué día había sido el del fallecimiento de su madre, tan reciente, si murió ayer o si murió anteayer.
La maldad ejecuta sus acciones, las pone en el lavadero triste de la historia, y ni la memoria es capaz de ayudar a pensar qué pasó para que alguien que jugaba en la orilla del mar, riéndose con otros o de otros, tocara para siempre en la puerta de la desgracia. Luego, ante el juez, no sabría decir ni qué lo impulsó al crimen ni qué pasó para que olvidara el día preciso en que perdió a su madre. Si fue ayer o anteayer.
Eso sucede en la ficción, es ficción. Pero por el propio arte de la ficción la realidad lo devuelve como una manera de contar lo que pasa en el horror obligado por los azares del miedo. Los accidentes, del hombre o de las cosas, nacen y se reproducen de manera más dramática, como despiadados, en la vida cotidiana de los pueblos dejados de la mano de Dios o de los gobernantes.
Ha pasado, pasa, en Marruecos, en los arrabales de Marraquech, allí donde ahora ha dado la vuelta el aire de la desgracia, su puerta pobre no ha resistido el embate del terremoto.
La naturaleza, tal como se comporta ahora en Marruecos, tal como ha caído despiadadamente contra las casas de los pobres en Libia, y tal como se ocupa de destruir haciendas o calles en los barrios pobres del mundo.
Toca cada tanto, en algunos sitios todos los días, aunque no lo digan las noticias, en la puerta abierta de la desgracia. El sonido es el mismo, igual que el llanto, que va contra el cielo y se estrella en la tierra. No hay consuelo. Miles de muertos.
Albert Camus escribió aquel El extranjero y escribió La peste, y siempre estuvo escribiendo, en El revés y el derecho, por ejemplo, para dar testimonio de lo que pasó en el centro, en el interior, en las venas de su propio pueblo, Argel, cuando allí la pobreza era el lugar sin límites de su estirpe, de su gente, de su padre, de su padre, de la calle y de la casa.
Sobresalió de aquella condena, que era la indigencia, la figura del maestro, que lo salvó de ser uno de los parias que habitan muchos de sus libros y, sobre todo, de sus confesiones.
Así que ahora me han venido a la mente cuando observo, en el mundo, y también en el mundo cercano, el de mi memoria y en el de mis antepasados, las huellas imborrables de mis barrios, de los barrancos, de la dura existencia de quienes, siendo cercanos y sufriendo hambre o miseria, no eran capaces de decirlo, de denunciarlo o de reconocerlo porque, entre otras cosas, las dictaduras impiden que se diga lo que pasa para que pueda seguir pasando lo que no se dice.
Sucede ahora en Nicaragua, en Cuba, en Venezuela, en países de África, en Rusia o sus satélites… Pasa en tantos lugares de África que se diría que todo ese continente, desde el norte marroquí hasta Sudáfrica, está marcado por esa puerta giratoria que es agitada por la miseria.
Los siglos han servido para que mejoren las tecnologías y se hagan cargo de lo que pase para que no haya resquicio sin negocio. Pero en la naturaleza, la que nos abruma con su azar, lo que explota, lo que marca el destino de los pueblos cuando éstos son pobres, es implacable.
Ahora hemos visto en los dramas de Libia y de Marruecos ese poder de destrucción que tiene el terremoto, y hemos visto casas que parecían de papel cartón sucumbir a los sonidos de la desgracia.
Las imágenes que han venido de ambos lugares han sido dramáticas, de modo que ese texto que usó Camus para otro drama, entró en mi cabeza como si él lo hubiera escrito también para sonidos así, los que vienen tocando en las puertas de la desgracia.
El drama de Marruecos sucedió de noche, sigilosamente y de pronto un estampido, y tras el estampido, miles de muertos quedaron sepultados bajo sus propias viviendas tristes.
El líder espiritual, y de hecho, del país, Mohamed de Marruecos, estaba de gira por los alrededores del mundo, en París, donde tiene mansión y donde habita casi siempre. Así que tardó dos días en volver a su propia tierra aunque no llegó a ver las derramas del desastre.
No fue capaz de ir a las zonas del terremoto, a ver cómo éste había devastado las casas y las plazas y los lugares de rezo, de silencio o de jolgorio, hasta hacer que pueblos enteros, hechos de la materia de la que se hacen las casas de los que viven en esas afueras, desaparecieran como dentro de un enorme ataúd.
El rey de Marruecos no fue a ver esa devastación, las carreteras quedaron inservibles, su pueblo ya no podía recibirlo, no existía. Él se sometió, en un hospital que lleva su nombre, a una extracción de sangre para que pudiera ser alivio de los heridos. Su corbata, su chaqueta. Iba besando a los niños y a los adolescentes. Todos le devolvieron su semblante triste.
Los que hemos vivido en las orillas peligrosas de los pueblos tenemos memoria de lo que hace la naturaleza para quitarnos el sueño o para amenazarnos la vida. Nací junto a un barranco habitado, a cada lado, por casas baratas, construidas por sus propietarios, entre ellos mi padre, que se servían de la ayuda de los vecinos, o de los conocidos, o de los parientes, para culminar obras que siempre quedaban a medias.
Era en Tenerife, en los altos del Puerto de la Cruz, que muy pronto en nuestras vidas se convirtió en una ciudad turística, llamada pronto en mayúsculas con ese apelativo, Ciudad Turística.
Los chicos de mi generación (ahora cumpliré 75 años) solíamos perseguir a los ingleses (todos los turistas nos parecían ingleses) pidiéndoles monedas. Entonces los extranjeros tendían a ser ingleses, de modo que esas minucias de dinero que perseguíamos como si fueran tesoros recibían por nuestra parte ese sobrenombre universal de las monedas británicas: money.
Cuando llegaban las oleadas a los barrancos los chicos teníamos miedo. La puerta nunca llegó a ser abierta por aquellos estruendos. Pero cuando leí aquel libro de Camus sentí que nosotros también habíamos vivido cerca de la puerta de la desgracia.