Conocemos la sensación de ganar cada tanto, cuando la mayoría de las veces se pierde. O cuando lo que se ha perdido es, justamente, esa línea sintomática, decidora y tan modesta del himno que marcó el Campeonato: “Nos volvimo’ a ilusionar”.
Convengamos, sin embargo, en que esta vez ha sido única por una cantidad de razones.
Primero, ocurrió lejos de todo, en un desierto remoto al otro lado del mundo; y como nunca, casi ningún atleta vive en casa.
La vuelta de los héroes, en las dos ocasiones, se ha convertido en un ritual de agradecimiento en el que nadie quiere faltar.
Todos conocemos los condimentos de esta victoria.
Más que en las dos estrellas anteriores, esta gesta fue trabajosa, con partidos prolongados por horas y penales de parto.
Al contrario de la mano de Dios, el logro de Lionel Scaloni fue un premio a la persistencia, nos inculca la certeza estadística de que lo mejor es no depender de los golpes de suerte.
La maravilla que enamoró al país es el relato visual de cómo el tirar y tirar para adelante, cansados pero superándose, sin desfallecer, se ve coronado por el éxito. Pero, ¡atención!: pudo no haber pasado.
En más de un sentido, la celebración masiva del fútbol se ha convertido en nuestro carnaval.
Es la única celebración que motiva inmensas mareas poblacionales, con fieles laicos que convergen al unísono desde todos los puntos de un país inmenso y mal comunicado.
¿Marcharía una cantidad semejante por la visita del Papa?
Un acertijo por ahora: muchos acudirían por simple curiosidad, otros tantos faltarían con actitud militante.
Lo observable es que se trata de una masa en estado de goce puro, en la que las divisiones que nos enemistan se zanjan con armonía y se disuelven las diferencias entre el hincha y la familia feliz, los manifestantes de profesión y el barrabrava.
Solo allí podemos llamarnos pueblo fuera de toda ambigüedad, sin la desconfianza que nos ha instigado la política partidaria, con su uso extorsivo de esa palabra.
En la última dictadura, la película del Mundial ’78 se titulaba La fiesta de todos.
La mitad del placer deportivo reside en que siempre, como un hecho o una promesa, ofrece desquite.
Pone en acción y amplifica hasta la euforia ese impulso primario de vencer a otro.
Cada Copa argentina, por lo tanto, presupone el placer agregado de haber derrotado a los reyes del carnaval, a ese Brasil que durante décadas dominó la fantasía universal del juego bonito, y cuyo héroe histórico, Pelé, fue “eclipsado” primero por Maradona y después por Lionel Messi.
Es el único terreno donde el vecino gigante ha perdido la supremacía como potencia de Latinoamérica que tiene en asuntos menos simbólicos.
Entre otros, se ha convertido en el primer exportador de carne de la región –los brazucas, ¿quién lo hubiera imaginado?–.
¿Hace falta enumerar las derrotas que el país se ha labrado pacientemente en las últimas décadas?
No sabría bien desde cuándo contarlas, por eso vayamos a la más estrepitosa.
Aunque hace meses aprendimos de memoria el plantel completo de la Scaloneta, con suplentes, su capitán viene de París, como uno de aquellos aviones SuperEtandard que clavaban las efímeras exaltaciones de la guerra de Malvinas.
En el sustrato de la fantasía, cada uno de los atletas tiene la carga de un misil chuteado el arco del rival.
En otras palabras, en el deporte renace el alter ego del país humillado.
Junto a la producción cultural – los dos únicos campos de acción en los que el país nunca deja de crecer y aporta al mundo en originalidad-, en el deporte se sigue reconociendo a Argentina como una referencia de manera profunda e identitaria.
En cualquier punto del globo al que vaya hoy un argentino, será saludado por el triunfo en el Mundial; ese será el espejo, lo que reconocerá el otro a primera vista, atravesando la ignorancia completa de todo lo que implica un origen.
Por cuatro años, afuera podremos ser parientes de Di María y Scaloni, y no sinónimo de desperdicio, de la violenta disparidad entre las riquezas naturales y una involución económica perpetua.
Hoy aquel triunfo parece justificar todos los disparates cometidos: las clases suspendidas, la espera de los fallecidos aquel fin de semana, enterrados recién el miércoles, el haber vendido el auto y renunciado al trabajo para viajar a último momento a Qatar, con el pálpito, la ilusión y la ficha grande puesta en la final. ¡Y que el número saliera!
Es esta lógica la que llevó a dos millones de argentinos a intentar una entrada en el estadio de River, a la necesidad de levantar filas de butacas para hacer lugar al público en el estadio de Santiago del Estero, en el segundo amistoso con Curacao, y motivó que decenas de miles de familias quemaran sumas significativas a precio dolarizado, como si cobraran en dólares.
El fútbol se eleva por sobre la necesidad y lo real.
Tiene la capacidad de ecualizarlo todo, se autojustifica, es el gusto que te das una vez en la vida en términos absolutos, porque se trata de una experiencia imborrable, algo más grande que la vida y que vas a contar tantas veces, mientras la realidad va por otro carril, más cerca de ese reciente aviso publicitario, en el que un banco ofrece créditos en efectivo mostrando a un señor que exprime un pomo de champú bajo la ducha el último día del mes.